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lunes, 25 de marzo de 2013

Ja!




Ocurre demasiado a menudo. Hay un momento en no pocas charlas, tras unos instantes de tensión argumental en el que alguien quiere terminar con una frase lapidaria. Hay quien que se mete a charlar pensando que anda en el patio del colegio o en una tertulia de la tele. Es el bravucón, el "misticorro", el charlatán o el despistado que en mitad del diálogo descubre que en realidad no sabe dónde se ha metido y, antes que desaparecer cual ninja, se empantana más y más y se afana en introducirse el berenjenal con avidez. Si busca protagonismo, aprobación de sus correligionarios o el Nirvana, nadie lo sabe. Espero que os suene, porque voy a ser sincero: estoy algo sensible y necesito un poco de empatía; un poco de calor y amistad; porque siento algo de desamparo y necesito sentir que no estoy sólo, que tengo compañeros comprensivos en mi odio intenso a ese momento en el que sabemos que lo mejor es no haber abierto la boca para no tener que escuchar el mejor comentario del día: “Y punto”. Hasta ese preciso instante uno piensa que habla con una criatura cabal, pero sólo con escuchar la frase la idea se esfuma porque sabemos que andamos con un verdadero fürer de la conversación.

Desde el principio, al fürer no le importaba lo que estabas diciendo. Había desde el principio un interés en hablar por hablar y sentirse especial, como el que recita las definiciones de los crucigramas que resuelve a sus amigos y cree que es muy listo y muy leído. Pero resulta que el pasatiempos se ha hecho serio para él y eso no es lo que se esperaba. La charla no tiene la calidad de los debates de Punto Pelota y como al fürer se la suda la lógica, la coherencia, la retórica y la verdad, la cosa ya no le importa. Y por supuesto, no se va a marchar tirando de capote o reculando, porque eso no se lleva.

Así que al final nos tenemos que enfrentar a la cruda realidad. Cuando se nos dice “y punto”, en realidad se dice: “No, si es verdad que yo no es que tenga mucha idea de lo que hablo, pero como pienso estas cosas y ni tú ni nadie va a hacer que cambie de idea, tus refinados argumentos me la sudan. Me la sudan desde antes que empezaras a hablar. Cállate la boca”. Vamos, que al final el tonto eres tu, por pensar que andabas charlando con alguien inteligente desde el principio.

Texto de Javier Moreno

Ilustración de Sergio Massó